viernes, 29 de octubre de 2010

EL GENIO por Juan Mari Montes

PACO DE LUCÍA. Día: 23 de octubre. Lugar: Pabellón Multiusos. Organiza: Fundación Salamanca. Entrada: 3.500 personas.

No dice buenas noches, ni hola Salamanca, ni adiós muy buenas tengan ustedes. Paco de Lucía sólo habla por boca de su guitarra, un apéndice de sí mismo, pareciera que inventado exclusivamente para la tensión, la energía, el compás, la melancolía, el pellizco o la pasión de sus manos. Nadie discute el magisterio de un músico que vive en permanente contacto con las musas, en eterna connivencia con la excelencia que ejerce desde hace ya más de cuarenta años. Por eso, sus comparecencias en público, ni siquiera dependen de la consistencia de un trabajo discográfico más o menos esencial y terminan midiéndose más por el condimento aportado por quienes le pudieran acompañar en gira durante la temporada. Igual que todo futbolista sueña con la llamada de Del Bosque, todo músico alimenta sus sueños con la llamada de Paco de Lucía para incorporarse a su troup. La armónica de Antonio Serrano, la percusión de El Piraña, el bajo de Alain Pérez, la guitarra de Antonio Sánchez, la voz de Duquende o el baile de Farruco, son los elegidos para una velada inolvidable, tan respetuosa con los orígenes como interesada en transitar por nuevos caminos. Yo me quedó en esta ocasión con esos atrevidos paisajes de la armónica sobrevolando el compás como una mariposa por un campo de amapolas.

Artículo publicado originalmente en La Gaceta Regional de Salamanca

EL LEGADO MÁS OSCURO DE CARLOS BERLANGA por Juan Mari Montes


Coinciden estos días en el mercado dos referencias discográficas que vienen a colocar de nuevo en el escaparate de novedades musicales la obra del cantante, compositor, productor y pintor Carlos Berlanga, uno de los nombres más añorados y con más peso creativo que ha dado la música pop española en general y más particularmente, uno de los personajes que tal vez mejor defina la singular efervescencia creativa, que con sede en el Madrid de los años ochenta, iría tomando carta de naturaleza como “Movida madrileña” hasta volver completamente del revés la escena musical de comienzos de aquella desinhibida, insolente y colorista década.

Una de estas referencias discográficas es un completísimo doble recopilatorio titulado “Reproches y vehemencias” en el que se incluyen algunas de las canciones más destacadas del compositor, temas editados tanto en sus trabajos en solitario como en los incluidos en los distintos grupos de los que sin duda fue parte esencial (aunque desde luego con mucha más importancia en Alaska y Dinarama o en Los Pegamoides que en los seminales Kaka de Luxe) y alguna que otra golosina inédita que completa el volumen en forma de rareza. La otra, editada bajo el título de “Viaje alrededor de Carlos Berlanga”, es un disco-libro con algunos dibujos y un puñado más selecto y escueto de estas canciones -en general las más conocidas de su repertorio-, en el que algunos nombres de la actual escena indi española (La Casa Azul, Xoel López, Los Planetas, Astrud, Annie B. Sweet, etc) o algún que otro ilustre colega de generación (caso de los inevitables Fangoria o Bernardo Bonezzi), se llevan a su terreno algunas de las viejas canciones de Berlanga, que no berlanguianas, como alguno ya se le ha escapado estos días, usurpando tal adjetivo a los divinos disparates cinematográficos de su progenitor.
No obstante, hoy quisiéramos detenernos, no en estas dos nuevas referencias de actualidad, ni tampoco en sus clásicos ya inscritos en la categoría de memorias musicales del país, sino en sus trabajos más oscuros, concretamente en los cuatro discos que editara con su nombre plantado en la portada durante la década de los años noventa, tras su voluntaria deserción del consolidado proyecto de Alaska y Dinarama que él mismo crease, sin duda el grupo con el que conoció más de cerca las mieles del éxito popular (que frase tan hermosa y  revolucionaria esa de: “estaba un poco harto de la horterada del éxito” con la que se despidió de ellos).
Son cuatro discos editados con cuatro compañías diferentes –todo un síntoma de su atípico y relajado asalto musical-, trabajos aparecidos en el mercado con manifiesta desidia promocional y que acabarían apenas degustados por una minoría de iniciados, que no conseguirían consolidar la trayectoria de Carlos Berlanga como cantante en solitario, al contrario de algunos otros colegas de generación (casos de Antonio Vega o Juan Perro, por ejemplo), pero que en cualquier caso, son los álbumes que constituyen el legado más personal, desconocido y definitivo del autor y también seguramente los que marcarían la pauta de la música que podría estar haciendo en la actualidad de haber seguido entre nosotros.
“El Ángel exterminador” (Hispavox, 1990): Por primera vez Carlos Berlanga asume todo el peso creativo de todas las composiciones incluidas, tanto de la música, como lo que es bastante más raro: de la letra. Por primera y única vez, como veremos luego. Como también por primera y única vez en toda su carrera aparece retratado en primer plano en la portada, hasta entonces un hábito más bien reservado para cantautores o vocalistas melódicos. De la producción se encargaría en este caso Luis Carlos Esteban, un músico que había formado parte de proyectos pop tan comerciales como Los Trastos y Olé Olé y que por esta época está trabajando a destajo reclamado por algunos de los artistas instalados en la zona más noble de las listas de ventas. Son diez canciones con letras de un personaje tan tímido como provocador, historias autobiográficas de situaciones y vivencias cotidianas en busca de la complicidad de los de su especie. Pero sobre todo son preciosas melodías de una brillantez y calado instantáneo. Entre las canciones más destacadas sobresale la que titulaba el álbum, “El ángel exterminador” (título tomado de la homónima película de Luis Buñuel), “El verano más triste” (en la que para el pasmo de la hermética posmodernidad, se cuela en los coros el por entonces ídolo de ardorosas pasiones adolescentes, su amigo Miguel Bosé) o la entrañable “Rendido a tus pies”, un íntimo streaptease de contradicciones y comiditas de tarro.
“Indicios” (Compadres, 1994): Los frustrantes resultados comerciales del anterior disco, o tal vez la pereza que tanto le achacaban sus fans, haría que tardara en aparecer el siguiente disco  nada menos que cuatro años. La portada es una variación de la mítica “Wave” de su admirado Carlos Jobim, editada en el 67, de quien también se atreve a versionar el estándar “Aguas de marzo”, haciendo dueto con otra voz, aparentemente bastante alejada de sus coordenadas estéticas: Ana Belén. También se incluiría en este disco una apreciable lectura de “La funcionaria”, una de las irónicas y geniales historias de sus admiradas Vainica Doble, que también le prestarían unos coros en el tema. Ambas versiones dan una aproximación de lo contenido en aquel disco, su trabajo más cálido y relajado, en el que el compositor parece asumir que es tiempo de reflexión y madurez. Junto a los omnipresentes teclados y las amables guitarras aparecen algunas orquestaciones de cuerda e incursiones en la música brasileña. Además de las preciosas melodías, marca de la casa, destacarán las sugerentes letras de Paloma Olivié, tal vez los textos más elaborados y poéticos que jamás grabase en toda su carrera (Carlos Berlanga decía sobre sí mismo con su crónica tendencia a la exageración que era el peor letrista del mundo). “Indicios de arrepentimiento” o “Tazas de tí” son algunas de las joyas incluidas en este muestrario que marca la época más intimista de su trayectoria.
“Vía satélite alrededor de Carlos Berlanga” (Edel, 1997): Tres años más tarde nos sorprendería sin embargo con otra imprevista vuelta a los territorios de los fabricantes de últimas tendencias. Probablemente “Vía satélite alrededor de…” sería el disco que hubieran editado Alaska y Dinarama si el grupo nunca se hubiera desmembrado y siguiera trabajando a esas alturas. De hecho, la voz de Alaska vuelve a sonar haciendo coros a la de Carlos Berlanga y Nacho Canut se sienta con él en el pupitre literario para conformar a cuatro manos las siempre identificables letras de aquella eficaz parcería de la que saldrían textos como “Safari emocional”, “Rayos de plasma” o “Erotismo e informática” que sólo ellos podían haber escrito. Sin perder altura melódica, la producción está enfocada hacia la escena de la música electrónica y el baile, encargándose de ella los propios Fangoria junto al productor-disjockey de moda en esos años: el singular Big Toxic.
“Impermeable” (Elefant Records, 2000): Con todo, el trabajo más apreciable de Carlos Berlanga es el editado tan sólo un par de años antes de morir bajo el título de “Impermeable”, un disco hermoso desde la mismísima portada realizada por el cotizado Javier Aramburu, responsable de ya míticos diseños gráficos para trabajos de gente como Los Planetas, Ana D, La Buena Vida o Family, grupo al que también pertenecía. Precisamente, otro de los nombres fundamentales del llamado donosti sound, Ibon Errazkin,  integrante de Le Mans, sería en este caso el encargado de vestir la nueva entrega de canciones junto al propio Carlos Berlanga, un tándem perfecto de dos exquisitos y sensibles sastres para diez hechizantes temas que a diferencia de los tres discos anteriores suenan sin ningún atisbo de que hayan pasado por ellos nada menos que toda una década desde que fueron puestos en circulación. Los arrebatos de electrónica de su anterior entrega se suavizan dando paso a sonidos más acústicos, elegantes y frescos. Vuelve a colaborar en los textos Nacho Canut y repite versionando otro nuevo tema del gran Carlos Jobim (en este caso “Wave”). “Lady Dilema”, “Por desgracia no”, “Vacaciones” o “Estrellas y planetas” son algunos de los títulos más destacados de una colección inspiradísima de canciones tratadas con el mimo y delicadeza de los mejores artesanos del pop intemporal y eterno. Un auténtico lujo de disco que sólo la sordera general instalada en el ambiente a aquellas alturas, permitió que pasara tan desapercibido. No es tarde sin embargo, para redescubrirlo cualquiera de estos días.

Artículo publicado originalmente en Efeeme

LAS MUJERES DE GAINSBOURG por Juan Mari Montes

Acaba de estrenarse estos días en algunas salas de cine españolas el biopic (o tal vez con más propiedad diríamos el antibiopic) “Gainsbourg (vida de un héroe)”, una decepcionante película pero también una maravillosa excusa para recordar la singular obra de uno de los compositores franceses más grandes que ha dado el país vecino, un artista capaz de concitar en torno a su figura tantos puñados de admiración como de animadversión, tantas paletadas de amor como de odio, pero en cualquier caso, un artista único e irrepetible cuyo legado de 35 años de creación interrumpida, continúa tan vivito y coleante, cómo el mismo día que emprendió su viaje al más allá, probablemente a ése infierno que con tanta saña le pronosticaron los guardianes de las buenas costumbres de nuestra más pulcra sociedad.

Es imposible resumir en esos párrafos que recomienda la economía periodística de nuestros urgentes días ni siquiera las líneas más generales de la extensísima y fastuosa obra de Serge Gainsbourg. Incluso si obviamos su trabajo como dibujante, actor, cineasta, compositor de bandas sonoras o cantante y nos centramos exclusivamente en su labor como autor de canciones también nos estaríamos enfrentando a un trabajo que la extraordinaria fertilidad creativa del personaje convierte en otra tarea condenada al fracaso si es que, como es el caso, no aspiramos a desarrollarlo en varios volúmenes. Nos referiremos por tanto solamente ahora a su labor como compositor y productor para mujeres, sin duda una de sus más peculiares y originales contribuciones a la causa de la sensualidad y el erotismo en el universo pop. Recordemos que entre otras muchas damas, Serge Gainsbourg se entretuvo en disponer algunas de sus mejores partituras para el recreo de voces tan diferentes y hechizantes como Jane Birkin, Petula Clark, Juliette Gréco, Françoise Hardy, France Gall, Isabelle Adjani, Brigitte Bardot, Charlotte Gainsbourg o Vanessa Paradis, por decir solamente algunas. Llamativo también el hecho de que el aspecto físico del personaje (“Soy el hombre de la cabeza de col” llegó a cantar a uno de sus más famosos álbumes), no jugara precisamente a favor de la conquista de este envidiable harem de intérpretes que acudían en su busca solicitando ansiosamente sus favores literarios y musicales, independientemente de que posteriormente, algunas de ellas, cayeran también rendidas en sus brazos para gozar de otros encantos decididamente menos espirituales.
En la citada reciente película, realizada por el dibujante Joann Sfar, se esboza precisamente en plan anecdótico-surrealista su relación con algunas de estas divas francesas. En primer lugar, por ejemplo, con la chansonetista Juliette Greco, una de las primeras cantantes en divulgar el primigenio cancionero de Serge Gainsbourg junto a las más desconocidas Anna Karina o Mireille Darc. Sería a la altura de los primeros años sesenta, cuando Serge solamente era un emergente y noctámbulo compositor parisino de ascendencia rusa que en dudosas compañías -entre ellas la del gran Boris Vian- chupaba la médula de géneros tan clásicos como el jazz o el cabaret mientras soñaba con amenizar sesiones como pianista de disco pub. Y efectivamente, “La Javanaise” sería uno de los primeros éxitos populares de Gainsbourg, un tema que el propio Serge había grabado con anterioridad pero que en su voz pasaría bastante más desapercibido que en la nueva versión. Aún así, nada en este trabajo de colaboración musical con Greco tendría el sello de las genuinas y ardientes posteriores producciones femeninas de Gainsbourg.

Poupée de cire poupée de son” llevado al éxito masivo a través del entonces respetable y trascendente concurso de Eurovisión, en la voz de France Gall allá por 1965, sin embargo ya tendría ese tono lúdico y atrevido de algunas de las típicas producciones de Gainsbourg. Con ella conseguiría no sólo la consolidación como compositor reclamado por todo tipo de intérpretes modernas sino ese estatus de estrella que ya no le abandonaría en toda su carrera. “La gadoue” cantada por Petula Clark o “Les petits papiers” interpretada por Régine serían otros éxitos de la época ye-ye francesa que triunfarían con la firma del hombre de la sempiterna barba de tres días y el cigarrillo en ristre.
Es justamente cuando en las radios están sonando estos pizpiretos y juveniles himnos, cuando Gainsbourg recibe la visita y los requerimientos de la gran estrella francesa de esos momentos, la inalcanzable Brigitte Bardot, muy celosa de algunos éxitos conseguidos por las cantantes con este singular repertorio. Precisamente de este encuentro surgirá la canción más famosa de Gainsbourg: la inmortal “Je t´aime moi non plus”. El cantante y la, por esa época, sex simbol B.B. terminan dilucidando cual es el repertorio que más conviene a su trayectoria como cantante bien metidos en harina, entre las mismas sábanas,  enredados en ese rito de cuerpos sedientos y sudorosos a orillas de algún reconfortante orgasmo. Por eso no es tan difícil imaginar que el primer tema que saliese fruto de la colaboración fuera el que recoge precisamente los varoniles susurros del compositor y los excitantes gemidos de la gatita en celo. Por encima o por debajo de estos interjecciones tan universales e intolerables para los oídos más castos también una preciosa e inspiradísima melodía que desde entonces forma parte de cualquier ambientador sonoro para parejas con el cartel de “no molesten” colgado en el pomo de sus puertas.
Lamentablemente cuando la desahogada de B.B. regresó a casa, su marido no congeniaría del todo con los estretégicos planes discográficos previstos para la difusión de aquella bomba de relojería que era “Je t´aime moi non plus”. Finalmente la infiel esposa se vería obligada por su cónyuge, aquejado comprensiblemente de un gran complejo cuernil, a prohibir su participación en el tema. En realidad, no importó tanto. Jane Birkin, la nueva y reciente conquista de Serge Gainsbourg, se encargaría de sustituir la pista de grabación con los gemidos de la Bardot por los suyos y lo haría sin duda con parejo entusiasmo que la amante original. El tema con los arreglos y la orquestación sonora de Arthur Greenslade se convertiría en lo que todos preveían: un éxito de colosales dimensiones que ayudado también y a su pesar por esa inyección promocional que siempre procura el trabajo de los retrógrados censores se convirtiría a la altura de 1969 en ése indiscutible número 1 que, sin embargo, no figuraba en ninguna lista ofical. Pero sí en todas las oficiosas. Las reales. Y lo logró incluso en países tan reaccionarios como el Portugal de Salazar, la España del mismísimo Franco y hasta en gran parte de los países del este de Europa tan herméticamente impermeables a las alegrías erótico festivas  de cualquir latitud que no fuera la suya propia.
A partir de entonces y durante los años setenta y ochenta, al mismo tiempo que desarrollaría una exitosa carrera como cantante con inolvidables  discos propios, Serge Gainsbourg y prácticamente hasta su muerte, se convertiría en el diseñador de un estilo propio como autor y productor de cantantes femeninas, un estilo que hoy podemos rastrear en trabajos de iconos de la modernidad como Benjamin Biolay (con Chiara Mastroianni, por ejemplo) o el mismo Beck (con la hija del maestro, Charlotte Gainsbourg).
La idea era olvidarse de las portentosas gargantas de infalible y académica  técnica vocal para apurar los recursos interpretativos de cantantes que más que cantantes en el sentido estricto de la palabra, podían ser maravillosas intérpretes de un alter ego que apuraba y explotaba hasta el límite asuntos como la sensualidad, la provocación, la pasión, la emoción y el sentido lúdico de la vida. Lolitas en muchos casos con pequeñas y frágiles voces susurrando frases poéticas de doble sentido, siempre con el reclamo de hermosas melodías y preciosos y modernísimos arreglos que impepinablemente siempre acababan trepando a los primeros puestos de todas las listas. Hubo discos compuestos en exclusiva durante esta época especialmente para su primera mujer (Jane Birkin), alguno para su segunda (Bambou) y como no, para su hija (Charlotte con ese otro látigo de lascivia incorrecta titulado “Lemon incest”) pero también canciones inmortales más puntuales para cantantes como Françoise Hardy (“Comment te dire adieu”), Claire D´Asta (“La chanson de Prévert”), Isabelle Adjani (“Pull marine”), Diane Dufresne (“Suicide”), Pia Colombo (“Défense d´afficher”), Valérie Lagrange (“La Guerilla”), Lisette Malidor (“Y´a bon”), Dalida (“Je préfère naturellement”), Catherine Deneuve (“Dieu fumeur de havanes”), Jo Lemaire (“Je suis venue te dire que je m´en vais”), Joëlle Ursull (“White and black blues”) o Vanessa Paradise (“Tandem” compuesta tan sólo un año antes de morir de un ataque al corazón). Cantantes en muchos de los casos completamente desconocidas que las canciones de Serge Gainsbourg servían para colocarlas en el escaparate y las pasarelas de la música moderna, actrices de gran éxito tentadas de pronto por vivir las más livianas e inmediatas experiencias del mundo de la canción e incluso, también en algún caso cantantes clásicas pero olvidadas en el baúl de los recuerdos que de pronto regresaban a la más rabiosa actualidad gracias a estos trabajos elaborados con aparente sencillez e inmediatez por el gran maestro Gainsbourg.
De cualquier modo, he aquí la veta de una obra sabrosísima, en la que hoy les aconsejo zambullirse y rastrear sin complejos si quieren disfrutar de uno de los cancioneros más hermosos, genuinos, divertidos, cuidados y aunque parezca mentira extraordinariamente desconocido a ese lado de los Pirineos.

Artículo originalmente publicado en "Revistart".